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Cuentos de «terror» para niños

Historias de miedo cortas para contarles a los más pequeños de casa

Historias de miedo cortas para contarles a los más pequeños de casa

Los cuentos de terror infantiles suelen ser los grandes protagonistas de la noche de Halloween, pero fuera de esta fecha muy pocos padres eligen estas historias para contarles a sus hijos. Sin embargo, al igual que el resto de cuentos para niños, las historias de terror también pueden reportarles numerosos beneficios a los peques. Se trata de una herramienta muy útil para ayudarles a lidiar con el miedo infantil, ya que les invitan a reflexionar sobre sus temores más profundos.

También son un recurso excelente para que los niños aprendan a gestionar sus emociones y las expresen libremente, convirtiéndose así en personas más valientes y capaces de vencer sus propios temores. De hecho, muchas historias de terror funcionan como una especie de entrenamiento, ofreciéndoles a los niños herramientas para resolver situaciones difíciles de la vida cotidiana por su cuenta. Además, son perfectas para que echen a volar su imaginación y desarrollen su pensamiento abstracto.

También puedes probar a poner en práctica estos juegos de miedo para niños o contar chistes de miedo con los peques.

En Ser Padres hemos hecho una recopilación de algunas historias de terror cortas que puedes compartir con los más pequeños de casa (si están preparados para ello). Hay algunas más terroríficas que otras, te recomendamos empezar con la primera, ya que es la más sencilla y tiene un final divertido.

5 historias de «miedo» para contarles a los niños

1. El fantasma de la casa abandonada

Jacobo y Marcelo eran dos amigos que disfrutaban mucho jugando en el parque, sobre todo cuando tenían una pelota de tenis a mano porque ese era su deporte preferido.

Un día, como solían hacer habitualmente, quedaron al salir de clases para ir a jugar. Durante el camino, Jacobo no aguantó las ganas y empezó a jugar, a pesar de que Marcelo le insistió que mejor no lo hiciera.

Jacobo continuó jugando y le lanzó la pelota a Marcelo, pero como no estaba concentrado, no alcanzó a cogerla y la pelota cayó en el jardín de una casa abandonada.

Al ser el culpable, Jacobo debía ir a recoger la pelota, pero el aspecto atemorizante de la casa le generaba muchísimo miedo. Así que Marcelo se ofreció a ir por la pelota.

Ni corto ni perezoso, Marcelo fue a por la pelota, pero tanta era su curiosidad que no pudo resistir y le echó un vistazo a la casa. Alcanzó a ver una de las ventanas, por donde salía un brillo hipnotizante que despertó el interés del pequeño por descubrir lo que había en el interior.

Marcelo creyó ver un fantasma y salió corriendo hacia donde estaba Jacobo, quien, a pesar de haber tenido miedo antes, no le creyó.

Al siguiente día, Jacobo le insistió a Marcelo a volver al sitio, quería con sus propios ojos el fantasma de esa casa. Al inicio Marcelo se negó rotundamente, pero al final terminó cediendo.

Los dos niños llegaron a la ventana y volvieron a ver una figura que brillaba mucho, por lo que salieron corriendo rápidamente. Detrás de ellos salió la figura.

Mientras corrían Marcelo tropezó y se cayó, y Jacobo se detuvo a ayudarlo. Así, la figura que les perseguía consiguió alcanzarles. Temerosos y temiendo por su vida, Marcelo y Jacobo escucharon que la figura les decía que estaba fumigando la casa y que si querían echar un vistazo tendría que entrar en ese momento porque pronto la iban a demoler. Cuando levantaron la vista, los niños comprobaron que la figura que tanto miedo les inspiraba no era un fantasma sino un hombre vestido con un traje blanco especial.

2. Lo que se tragó la tierra

Don Melquíades era un anciano tacaño y de corazón muy duro. Aunque tenía tres hijas que se desvivían por él y lo colmaban de atenciones, su única felicidad provenía de contar las diez monedas de oro que había ahorrado a lo largo de su vida. Así que, cuando sintió que se acercaba el fin de sus días, se sentó en su silla mecedora y llamó a sus hijas para hacerles prometer que lo enterrarían con sus preciadas monedas.

A los pocos días, el anciano falleció y las hijas cumplieron su última voluntad. Sin embargo, al cabo de unos meses, las hijas descubrieron que el padre tenía muchas deudas que no podían saldar con lo poco que ganaban trabajando.

– ¿Qué haremos? – preguntó Esmeralda, la hija mayor, a sus hermanas. – Nuestro padre yace con oro y nosotros con sus deudas. Esta noche iré al cementerio y desenterraré las monedas. Pagaremos las deudas y viviremos tranquilas.

La joven se dirigió al cementerio con pala en mano y regresó a casa con las monedas. Las hermanas cenaron muy felices y se acostaron a dormir.

Pero al llegar la media noche, escucharon un golpe en la puerta y una voz del más allá que decía:

– Esmeralda, Esmeralda, a tu promesa le has dado la espalda.

Esmeralda miró por la ventana y vio a su padre, don Melquíades, a quien le faltaba una oreja y tres dedos de la mano. Presa del miedo, la joven entreabrió la puerta y tiró las monedas.

Pasaron unos pocos meses y las deudas continuaron apilándose, las hermanas estaban desesperadas.

– Llevo lavando ropa y limpiando casas ajenas sin disfrutar un centavo de mi trabajo, mientras que nuestro padre descansa con un tesoro en su ataúd. Esta noche iré al cementerio y desenterraré las monedas – dijo Gema, la hermana del medio.

La joven se dirigió al cementerio con pala en mano y regresó a casa con las monedas. Las hermanas cenaron felices y se acostaron a dormir.

Pero al llegar la media noche, escucharon un golpe en la puerta y una voz espectral que decía:

– Gema, Gema, te quedas con lo que no es tuyo, ¿no le ves ningún problema?

Gema miró por la ventana y vio a su padre, don Melquíades, a quien le faltaban las dos orejas, cuatro dedos de la mano derecha y el pie izquierdo. Horrorizada y aturdida, la joven entreabrió la puerta y tiró las monedas.

Por muchos años, las pobres hermanas vivieron sumidas en deudas, trabajando de sol a sol para saldarlas.

– Hermanas, es hora de cambiar nuestro destino. No podemos vivir para cubrir las deudas de nuestro padre. Tengo un plan y necesito que me ayuden – dijo Rubí, la hermana menor.

La joven se dirigió al cementerio con pala en mano, regresó a casa con las monedas y las escondió en un cajón de la cocina. Nuevamente, las hermanas cenaron felices y se acostaron a dormir.

Pero al llegar la media noche, escucharon un golpe en la puerta y una fantasmagórica voz que decía:

– Rubí, Rubí, entrégame lo que es mío o nunca me iré de aquí.

Poniendo en marcha su plan, Rubí se acercó a la ventana y vio a su padre, don Melquíades, de quien ya solo quedaba el esqueleto. La joven abrió la puerta e invitó a su padre a pasar, las otras dos hermanas temblaban de miedo.

– Papá, siéntate en tu silla mecedora y haznos saber el motivo de tu visita – dijo Rubí con un tono casual.

– Estoy aquí porque faltan mis monedas de oro – rugió don Melquíades con una voz aterradora.

– Pero papá, también te faltan los ojos, la nariz, la boca y las orejas. ¿Qué crees que pasó con ellos? – dijo Rubí.

– ¡Se los tragó la tierra! – respondió don Melquíades.

– Noto que también te falta el tronco, los brazos y los pies. ¿Crees saber qué pasó con ellos? – dijo Rubí, tratando de conservar la calma.

– ¡Se los tragó la tierra! – respondió don Melquíades.

– Y lo mismo pasó con tus monedas. ¡Se las tragó la tierra! – exclamó Rubí.

Dichas estas palabras, don Melquíades saltó de la silla y desapareció para siempre. Y por fin, sin la carga de las deudas, las hermanas vivieron muy felices.

Cuentos de terror para niños

Cuentos de terror para niñosFreepik

3. La mujer del anillo de esmeraldas

La esposa de un hombre rico enfermó gravemente, la noche antes de Navidad en 1798, por lo que su esposo llamó al médico. Cuando llegó el doctor, su esposa había muerto, o eso parecía. Su marido estaba tan afligido que se encerró en su habitación y no asistió al funeral al día siguiente, solo fue el sacerdote. Este se fijó en un deslumbrante anillo de esmeraldas que llevaba puesto la mujer.

Más tarde, esa noche, justo antes de que el clérigo se durmiera, recordó el hermoso anillo en el dedo de la mujer que había dejado descansar. Deseando la joya y pensando que nadie lo descubriría, bajó las escaleras, abrió la tapa y trató de sacar el anillo. No se movía. Corrió a buscar un cuchillo para hacer presión y sacarlo. Pero no funcionó. Así que le cortó el dedo y le quitó el anillo. Antes de irse, se dio la vuelta y lo que vio le hizo gritar. Soltó el anillo y huyó lo más rápido que pudo. ¡La mujer se había despertado!

Llevando nada más que su fino vestido de seda, la mujer regresó a su casa, llamó a la puerta y tocó al timbre, pero fue en vano. Todos los sirvientes se habían ido a dormir porque era Navidad. Levantó una pesada piedra, la arrojó a la ventana de su marido y esperó. Le vio llegar a la ventana con una mirada triste en su rostro.

De repente, para su sorpresa, él gritó:

– Vete. ¿No sabes que mi esposa acaba de morir? Déjame llorar y no vuelvas a molestarme.

Con esto cerró la ventana. No se dio cuenta de que era su mujer quien había arrojado la piedra a la ventana. Ella volvió a recoger otra roca y la lanzó otra vez a la ventana. Su marido se asomó una vez más y ella le gritó:

– ¡Soy yo! ¡Tu esposa!

– ¿Entonces eres un fantasma?

– No, porque los fantasmas no sangran. ¡Ábreme, hace mucho frío!

El hombre, con una expresión alegre en el rostro, bajó para encontrarse con su esposa y la llevó dentro. Resulta que solo estaba en coma, y aunque el sacerdote quería hacer algo malo resultó que fue el que la salvó al despertarla del letargo cuando le cortó el dedo.

4. La criatura del desván

La primera noticia que se tuvo en el pueblo de la criatura del desván surgió después de que un niño subiese a buscar un viejo libro. Todo estaba oscuro, pero entre las sombras pudo ver claramente dos ojos que le miraban fijamente, desde lo alto y con una luz terrible. Eran dos ojos grandes, separados casi un metro, lo que daba idea del tamaño de la cabeza de aquel horrible ser que se abalanzó hacia el niño. Ante la situación, el niño lanzó un agudo grito, se dio la vuelta y empezó a correr, pero antes cerró la puerta con llave y dejó al monstruo gruñendo en el desván.

Durante dos días el pueblo vivió aterrorizado. Los gruñidos del desván y los aporreos de la puerta continuaron, y las noticias de las crueldades de aquel “bicho” se extendían por todas partes. El número de tragedias y desgracias aumentaba, pero nadie tenía valor para subir al desván y plantar cara a la bestia.

Al poco pasó por allí un pescador noruego, cuyo barco ballenero había naufragado días atrás. Parecía un auténtico lobo de mar indomable y duro, así que aprovechando que conocía el idioma, los hombres del lugar le pidieron su ayuda para enfrentarse a la horrible criatura. El noruego no dudó en hacerlo a cambio de unas monedas, pero cuando al acercarse al desván escuchó los gruñidos de la bestia, torció el gesto y bajando las escaleras pidió mucho más dinero, algunas herramientas, una gran red y un carro, porque si conseguía su propósito quería llevarse aquel ser como trofeo.

A todas estas condiciones accedieron los del pueblo, que vieron cómo el noruego abría la puerta y desaparecía entre gritos profundos y estremecedores que cesaron al poco rato. Nunca más volvieron a ver al noruego ni a escuchar a la bestia. Tampoco nadie se atrevió a subir de nuevo al desván.

¿Qué sucedió tras la puerta?

Cuando el noruego abrió, pudo ver el ojo de Olav, su enorme y bravo timonel. El ojo se veía también reflejado en un espejo, dando la impresión de pertenecer a la misma cabeza, porque el otro ojo de Olav llevaba años cubierto por un parche. Ambos siguieron hablaron a gritos en su idioma, mientras el ballenero le contaba a su encerrado amigo que aquellas personas temerosas le habían dado tanto dinero que podrían volver a tomar un barco y dedicarse a la pesca.

Juntos encontraron la forma de escapar del desván, subir al carro y desaparecer para siempre.

5. El holandés errante

Hace algo más de 500 años, existió un hombre devoto del mar llamado Hendrik Van der Decken. A este hombre se le encomendó la tarea de comandar un buque conocido como El Holandés Errante. Cuando el capitán y su tripulación se dirigían a las Indias Orientales desde Ámsterdam, con el propósito de hacer fortuna, se vieron atrapados en medio de un desmedido temporal, que dañó seriamente la embarcación, haciendo añicos el timón y rasgando las velas.

A eso de la medianoche, cerca al cabo de Buena Esperanza, cuando parecía que había llegado la calma, el silbido del viento se convirtió en un grito furioso que golpeó los mástiles y sacudió el buque con tal violencia que la tripulación comenzó a gritarle al capitán:

– ¡Debemos regresar, el buque está muy dañado y nuestras vidas peligran!

Pero el capitán Van der Decken era muy codicioso y no lo afectaba poner en peligro su vida ni la de los demás, así que respondió de manera desafiante:

– ¡El viaje continúa, aunque tenga que surcar los mares hasta el fin de los tiempos!

Después de la inesperada respuesta, los mismos marineros se rebelaron contra él, pero el capitán rozando la locura, amenazó con tirar por la borda a quien contradijera sus palabras. Alarmados, los hombres se arrodillaron y comenzaron a rezar. La embarcación estaba a punto de zozobrar.

De repente, el firmamento se abrió en dos y surgió una luz divina que iluminó el mar. De la luz descendió una figura celestial que se enfrentó al capitán, diciéndole:

– Tú que superpones la ambición al sufrimiento ajeno, de ahora en adelante serás condenado a recorrer el océano eternamente entre tormentas y tempestades. Desde hoy, solo podrás comer hierro al rojo vivo y beber hiel. Acto seguido, la figura celestial desapareció llevándose con ella toda la tripulación.

Y fue así como el capitán Hendrik Van der Decken y el buque conocido como El Holandés Errante, fueron convertidos en fantasmas y condenados a vagar sin rumbo por los mares, hasta el fin de los tiempos.

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